EL
MOVIMIENTO SOCIAL AFROCOLOMBIANO EN LA ENCRUCIJADA
“Los
negrólogos y el privilegio blanco”
RAFAEL PERFEACHALÁ ALUMÁ
MIEMBRO DEL KILOMBO CALI
MAYO 10 DE 2020
INTRODUCCIÓN
Pese a que alaridos destemplados osaron afirmar que “entre el
cimarronismo y la ley setenta de 1993 no pasó nada” en la historia de los
afrocolombianos, tamaña afirmación acrítica y antihistórica revela el afán de
posicionamiento de ciertos liderazgos surgidos del período cercano a la
preconstituyente.
Según la reflexión del abogado y luchador social Víctor Manuel
García Ayala y de otros, las necesidades del capital financiero internacional
fueron las que impulsaron nuevas constituciones o reformas parecidas a la de
Colombia en relación con los grupos étnicos, poseedores de abundantes
territorios ricos en recursos bióticos y eventualmente energéticos fósiles y/o
hidráulicos, los cuales no contaban con indicadores sociales y económicos
confiables. Por tener la condición de
“baldíos nacionales” (según la ley segunda de 1959), la banca no quería
invertir en obras de infraestructura en territorios donde todo era nebuloso,
sin “seguridad jurídica”, y las burguesías “nacionales” presurosas se dedicaron
a hacer la tarea. Curiosamente, de universidades de la élite colombiana como la
del Rosario, de súbito surgió el movimiento “la séptima papeleta”, que condujo
a la creación de la Constitución de
1991, la cual, si bien es garantista, abrió las compuertas al modelo económico
neoliberal. Evidentemente, los pueblos lucharon para cambiar la constitución
centralista, cristiana, hispanófila, conservadora y santanderista de 1886.
Para el caso afro no pretendo discutir a profundidad, por
cuestiones de tiempo y espacio, los bandos en los que estamos divididos frente
a la Carta Magna del 91. Simplemente señalaré los polos extremos frente al
instrumento legal. Un sector lo forman los apologistas de la tajadita que nos
tocó, la ley 70 de 1993. El hermano Harah Olof Ilele la califica como “el
estatuto de los negros”, la cual solo hay que desarrollar para que los afros
salgamos del hueco en que nos encontramos. En la otra orilla se encuentran los
negacionistas, que nada bueno ven en ella. Por mi parte no estoy con ninguno al
100%. El análisis optimista carece de un examen riguroso de la historia del
cómo se arribó a la susodicha ley, donde los intereses extraños están de bulto;
como tampoco se miró el que la mayoría de la población afrocolombiana es
modernamente urbana y por eso para los citadinos no hay desarrollos que los
reivindiquen. Frente a los negacionistas, pienso que si bien la ley nos saca de
la condición de ser elementos del paisaje, nos convierte solo en guardabosques,
es decir poseemos la tenencia, más no somos los dueños del territorio; además
de que no establece instrumentos para que podemos desarrollar nuestra economía,
ni recursos financieros para avanzar en el desarrollo de tecnologías
ambientales que nos permitan usufructuar el ambiente en donde nos
desenvolvemos. Si no es así, ¿por qué el IIAP es el más pobre de los institutos
ambientales, y por qué hay otras instituciones como el Humboldt que tienen
injerencia sobre su jurisdicción?
Pueden salir con las ‘santandereanidades’ que quieran, pero las
reivindicaciones del pueblo afroamericano de Colombia sobrepasan las normas
contenidas en la citada ley. Pero allí se nos va el tiempo, porque con los
optimistas al igual que con los negacionistas hay un diálogo de sordos.
LA CUESTIÓN AFROAMERICANA DE
COLOMBIA HOY
En la ley setenta del 93 poco faltó para que los lineamientos de
la banca multilateral dijeran quién nos representaría. Por ello aparecieron una
serie de liderazgos improvisados e incluso de personas que anteriormente
negaban la validez de la lucha por los derechos étnicos. Algunas de esas
personas escalaron hasta el parlamento, ministerios, alcaldías, han buscado
gobernaciones, concejos, diputaciones. Ahora el boom es la carrera diplomática
y la académica, donde ejecutan saltos mortales que un saltimbanqui envidiaría.
Es de todos conocido que en cuanto llegan las ofertas
institucionales públicas o privadas, se abren las compuertas para cosas que
cambian la historia de grupos, y de los movimientos sociales. Del que heredamos
de Diego Luis Córdoba, Sofonías Yacup, Cinesio Mina, Sabas Casamance (Casarán),
Natanael Díaz, Marino Viveros, Rogerio Velázquez Murillo, Arnoldo Palacios
Mosquera, Teresa Martínez De Varela, Ana Tulia Olaya (Manato), Aureliano Perea
Aluma,…, que era romántico e ingenuo,
queda muy poco. Nada parecido al multicefálico y polimórfico del siglo XXI.
Explicable por las complejidades que trae consigo la modernidad, pero es un
movimiento sin norte, carcomido por la corrupción y la superposición de los
intereses particulares a los de grupo.
EL MOVIMIENTO SOCIAL
AFROCOLOMBIANO EN LA ACADEMIA
El movimiento social afroamericano de Colombia en la academia, se
enfrenta a poderes institucionales que gozan del llamado ‘privilegio blanco’.
Se trata de espacios de acceso casi imposible para el grueso de los investigadores
afros, a los que nos han puesto la identidad y la inteligencia en la piel.
Cuando nos toca “competir” con los académicos socialmente reconocidos como
‘blancos’, además de las desventajas histórico – sociales existentes, prima el
privilegio de los que no
perteneciendo a nuestro grupo se han conferido el derecho de ser quienes nos
estudien y quienes impongan el discurso sobre nosotros. Con el poder
institucional crecen cada vez más sus publicaciones, su prestigio, y su ventaja
comparativa frente a investigadores afrodiaspóricos.
Ellos son a los que se les ha llamado ‘negrólogos’, denominación
aceptada por uno de estos, el antropólogo Eduardo Restrepo, cuando en un evento
público dijo que los ‘negros éramos su objeto de estudio’ y cuando se le preguntó
que si entonces él era ‘negrólogo’, dijo que sí. De ahí viene este término que
en los últimos tiempos ha vuelto a circular por redes en un artículo que se me
atribuye, pero del que no soy autor, como algunos de ustedes saben el artículo
lo escribe el antropólogo Jesús Grueso Zúñiga.
Al privilegio blanco del que gozan no es tan fácil darle la vuelta
pues es una cuestión estructural, pero el problema se agrava cuando esos
investigadores, que se alzan como voces expertas o autorizadas sobre nosotros,
son legitimadas por algunos representantes de nuestra misma comunidad.
Desafortunadamente la poca fortaleza ética de ciertos líderes nuestros a
quienes los ‘blancos’ ya les conocen el bajito, y mediante la oferta de turismo
académico, publicaciones de ensayos, artículos y libros, donde usando el
conocido Et al les ofrecen
“llevarlos” para que aparezcan como investigadores o al menos como
coinvestigadores, hunde cada vez más a la academia afrocolombiana.
Hasta aúlicos a nuestro interior poseen, tanto, que sé que después
de este artículo muchos se me vendrán lanza en ristre. Ésos son los mismos que,
en un típico cuadro fanoniano, ahora tienen encumbrado como el gran intelectual
de la afroamericanística a Eduardo Restrepo, el que no honra el paradigma
antropológico que reza que hay que respetar la decisión de los pueblos de
llamarse como bien lo deseen. Entre nosotros hay bastantes autoetnónimos
propuestos: ‘renacientes’, ‘africanoamericano’, ‘afroamericano’, etc.; y
Exónimos como ‘pardo’, ‘moreno’ y el
perverso ‘negro’, que viniendo desde afuera de nuestro mundo, digan lo que
digan son maneras de llamarnos estigmatizadamente. Restrepo, quién se
autoreconoce como “blanco”, instalado en su privilegio, decide cómo llamarnos,
porque sabe que su irrespeto goza de impunidad pues él tiene como clientelizar.
Pero si los estudios antropológicos establecen que cuando yo hablo
de mi cultura mi discurso es émico;
cuando diserto sobre otra cultura en cambio se denomina ético (es el deber ser); y cuando me refiero a un pueblo
perteneciente a mi cultura pero del cual no soy nativo, aplico el discurso némico, es decir con ética y desde
adentro.
¿Acaso hay que recordarles que quienes nos consideran simplemente
sus “objetos de estudio”, aducen en sus eventos que “no tenemos masa crítica” y
“no tenemos nivel académico”? ¿Qué ética hay allí? Ellos son el saber, y
mientras lo permitamos, siempre seguiremos siendo sus objetos, no sujetos, ¡ése
es el subtexto que hay aquí!
Esto no es nuevo en nuestro movimiento social. Así, dirigentes
nuestros vendieron intereses colectivos en el antiguo INCODER, firmando actas
que negaban tierras ancestrales para dejárselas a los intereses del mercado
capitalista que controla al Urabá. Otros, se dejaron seducir por becas en el
extranjero a sabiendas que no se dieron competencias entre nosotros, sino que
se trató de una relación clientelar donde “el privilegio blanco” se introdujo
con sus propios planes. La burocracia conoce qué pasa con las consultas previas
(¿recuerdan a Vargas Lleras?). Colombia es el cuarto país más corrupto del
mundo, y ahora, para los socialmente reconocidos como blancos, los afros somos
los campeones de la corrupción y es, gracias a estos personajes, que con
nosotros limpian el piso. ¿Por qué no hay respuesta nuestra? Los ‘ejecutivos de
la identidad’ siguen viviendo de la fórmula, como decimos en el Caribe: “hueso
para los perros,… toda la carne pa’mi”.
Los pueblos del mundo establecen condiciones para que los
investigadores apliquen en sus territorios y comunidades. Estos instrumentos
(llamados protocolos por los abogados), buscan defender el conocimiento propio,
la transferencia de saberes, la selección de homólogos escogidos por el pueblo
garante de sus intereses, el que los resultados de la investigación sean
socializados en la comunidad anfitriona; en el caso de los antropólogos deben
entregar una copia del cuaderno de campo, y otras condiciones más. Para el
territorio del IIAP se invirtió durante la dirección del Dr. Bismarck Chaverra
Rojas una fuerte suma para que todas las organizaciones rurales firmaran el
protocolo. Al centro estaba (o está porque sigue vigente) que el proyecto fuera
benéfico para la comunidad. Pregúntense cuantos investigadores ‘aliados’ (es
decir externos a la comunidad) están dispuestos a firmar y a respetar el protocolo y allí será Troya.
Entonces, ¿qué tan ‘aliados’ son?
Además, actualmente, observo que el movimiento social se encuentra
con que es escenario de propuestas y modas intelectuales como la del denominado
‘colorismo’ brasilero. Esto nos ha
llevado a extremos absurdos como a rechazar a un investigador de la talla de
Agustín Lao Montes, bajo el subterfugio de que es ‘blanco’. El colorismo que nos viene del Brasil nos
puede conducir a retornar a la escala colorida a la inversa. Una persona afro
se define por su cultura y su consecuencia con las luchas de los pueblos
diaspóricos del África. Es un error mayúsculo rechazar, en nuestra naciente
organización (ASA), los saberes y la trayectoria de un investigador “mulato”
(feísima palabra, pues viene del animal “mula”), reconocido en el mundo
afroestadounidense y en Europa: el ekobio Agustín Lao Montes. El hermano
afroborícua es un hombre afroamericano y como tal se reconoce a sí mismo. El
“colorismo” nos lleva a un planteamiento absolutamente falso, según el cual a
mayor cantidad de melanina (pigmento permanente producido por células
especializadas denominadas melanocítos, que dan el color de la piel y su
función es la protección frente a los rayos ultravioletas), hay más
autenticidad, más consecuencia. Esta es una absurda “naturalización”.
No podemos desconocer que sí tenemos aliados, que si bien no son
producto directo de la diáspora africana reciente, sí han apoyado nuestras
luchas. Con los aliados probados por la historia y las acciones, se deben
buscar formas claras y honestas de relacionamiento, la precondición es el
respeto mutuo.
Con estas reflexiones invito al más intenso y honesto debate, sin
jugar con la ‘cachacada’ que está trayendo más violencia a Colombia: el juego
de la doblez o el del denominado plan /B/ que en algunos se alarga hasta el
/Z/.
Fraternalmente,
RAFAEL PEREACHALÁ ALUMÁ.
Miembro del Kilombo (Cali).
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